Por Marcela Leopo Flores
El escritor,
periodista, guionista, crìtico y cineasta francés Emmanuel Carrére, fue
galardonado esta mañana en Guadalajara con el Premio de Literatura en Lenguas
Romances que otorga la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.
“Antes que nada, gratitud. Gratitud y orgullo.
Por haber sido elegido por un jurado tan excelente. Por ocupar un sitio en una
galería de premiados tan prestigiosos, entre quienes se encuentran muchos de
mis escritores preferidos. Es decir, los escritores que uno lee y relee, que
nos acompañan, que nos animan cuando nos quedamos sin ideas –que es mi caso en
este momento, debo confesarlo “. Indicó durante su discurso después de
recibir el premio en manos de Marìa Cristina García Cepeda, Secretaria de
Cultura del Gobierno Federal.
“ Y a propósito, también debo confesar que estoy
un poco triste porque este magnífico premio ya no lleva el nombre de Juan
Rulfo. Porque Pedro Páramo y El
llano en llamas, que descubrí cuando tenía unos veinte años, han sido de las
experiencias más fuertes en mi vida de lector “. Mencionó.
Ante el público asistente
compartió sus experiencias como escritor, citando : “empecé
como autor de ficción y a medio camino me dediqué a escribir eso que a falta de
un mejor término se llama no-ficción. Digo “a falta de un mejor término” porque
nunca ha sido muy satisfactorio, es una definición negativa –aunque también se
hable de pintura no-figurativa o de música atonal– y además porque no se sabe
muy bien qué es la no-ficción. Dónde comienza, dónde termina, dónde se sitúa la
frontera con la ficción.
Comparemos
con el cine. En el cine las cosas son claras. Por un lado hay películas de
ficción, que la mayoría de la gente llama “películas” a secas. Y por otro lado
están las películas documentales. Por mi parte, he hecho de las dos: una
película de ficción, una documental; la segunda, a mi parecer, es mejor que la
primera. En ese caso se puede decir que la frontera entre la ficción y el
documental es permeable. Se puede decir que muchos buenos cineastas se mueven
en esta frontera como Charlie Chaplin al final de una de sus películas más
bellas: con un pie de un lado, un pie del otro, y los aduaneros persiguiéndolo
en ambos lados. Se puede decir eso, pero me parece que para distinguirlos
existe un criterio muy simple que es éste: en una película de ficción los
personajes son encarnados por actores, mientras que en documental tenemos a los
personajes mismos.
Muy
bien. ¿Pero en literatura? ¿Cuál sería el equivalente de ese criterio?
Se
podría decir que no lo hay. Sin embargo, yo creo que hay uno, muy simple
también: son los nombres propios. Los personajes que tienen nombres
imaginarios, inventados por el autor, sin correspondencia con la realidad son
personajes ficticios. Es posible hacer que digan o piensen lo que uno quiera.
Es prerrogativa del novelista: tiene acceso ilimitado al interior de sus
creaturas, porque son sus creaciones, y no tiene ninguna responsabilidad ante
ellas. En cambio, si pinta un personaje real y elige utilizar su nombre
verdadero, corre el riesgo de que ese personaje proteste si algo no le gusta y
si fuera el caso, hasta podría demandar al autor judicialmente.
Parece
algo sin importancia este asunto de los nombres reales, pero eso define dos
relaciones radicalmente diferentes entre el libro y la realidad que describe o
afronta. Un autor de ficción es el amo absoluto. La realidad del libro es su
realidad interior. Mientras que un autor de documentales o, si se prefiere, de
no-ficción, arriesga a someterse a lo que la realidad exterior implica en
términos de imprevisibilidad y de potencialidad peligrosa. Por mi parte, he
escrito cinco libros corriendo ese riesgo. En cada ocasión las condiciones de
la experiencia, lo que los académicos llaman con acierto el contrato de
lectura, han sido diferentes. Algunos de mis personajes reales, nombrados con
sus nombres verdaderos, eran mis amigos, otros no. A algunos les di a leer el
libro antes de su publicación, a otros no. Algunos se sintieron muy
agradecidos, otros me odiaron. He tenido suerte hasta ahora: nadie me ha
demandado, nadie ha querido golpearme –o en todo caso nadie lo ha hecho. Pero
sé lo que se siente cuando uno se expone a la respuesta de la realidad –o si se
prefiere, de lo Real, como lo entendía Jacques Lacan en esta frase célebre: “lo
Real, es cuando uno se golpea”.
“Lo
sé porque la practiqué conmigo mismo”, puse en cursivas esta frase en el texto
de este discurso y les pido que la consideren con atención. A decir verdad,
conozco pocas frases tan estúpidas y tan odiosas a la vez. Porque lo propio de
la tortura, lo que la vuelve tortura, es que el torturado no sabe en qué
momento va a detenerse el verdugo. Mientras que la tortura que uno mismo se
inflige, sólo por probar, la paramos cuando queremos. Y es exactamente lo que
marca la diferencia cuando escribimos cosas embarazosas sobre nosotros mismos o
sobre otros. Un escritor que habla de sí mismo detiene la experiencia cuando
quiere y aunque sea muy sincero, muy audaz, muy exhibicionista, en el fondo no
se arriesga demasiado. Pero cuando involucra a personas reales, se arriesga a
lastimarlas, y mucho, y no siempre les deja la posibilidad de parar el suplicio.
Sé de qué hablo: he escrito al menos un libro del que me reprocho haber ido
demasiado lejos, del que me reprocho por haber lastimado en él a dos personas
que eran muy cercanas. Pero bueno, no provocó un verdadero drama y ya ha
prescrito al día de hoy.
¿En
el fondo, la generosidad y la libertad no son lo mismo? Concluyó ante la
ovación de los presentes después de relatar anécdotas que marcaron su vida
dentro de la literatura.